GOWANUS Winter 2002
 

Buscando un Inca
 Por Luis Nieto
 
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Laura Cristóbal, cinco centurias de remordimiento en las valijas, desembarcó en el Cusco dispuesta a encontrar la redención en la utopía, pero al comienzo todo fueron penitencias, pruebas desagradables que hubieran colmado la paciencia de un santo. 

Las decepciones empezaron cuando manifestó en la agencia de viajes su deseo de visitar un ayllu y la miraron como a bicho antediluviano: comunidad campesina dirá!. Cuando quedó claro que no había malentendidos, la llevaron a unas comunidades que no se diferenciaban mucho de cualquier pueblito de la sierra madrileña, salvo quizás por la hosquedad de sus habitantes, que a punto estuvieron de arrojarle piedras por fotografiarlos...sin querer soltar una propina.

Más peligrosa resultó su experiencia con un promotor del turismo místico, un antropólogo cusqueño émulo de don Juan (el de Castaneda) que se ofreció gentilmente a abrirle los meandros del alma andina. Había que trepar para ello al Huanacaure, el apu donde según la leyenda Manco Capac enterró la barreta de oro. Una vez en la cumbre, tras embeberse con la belleza de esa mágica ciudad que se extendía a los pies, ingirieron una pócima de San Pedro. Este horrible brebaje, sin embargo, no sólo no ayudó a Laura a comprender más claramente la tripartición del espacio simbólico andino en qollana, payan y cayao, como le había prometido el antropólogo, sino que incluso le hizo perder las elementales nociones de arriba y abajo, de hanan y hurin. 

Otro de sus sueños, escuchar de boca de un runa lo menos una de las quince versiones del mito de Inkarri, no lo pudo satisfacer ni Aladino, el chofer de la combi en la que hacía todos los recorridos y que en un descuido del guía--un petimetre que la miraba babeando y que insistía en invitarla a bailar--le dijo que conocía a la persona indicada. La condujo a presencia de un vejete arrugado y sin dientes que mascullaba el castellano a duras penas, pero que en lugar de hablarle del retorno del Inca le empezó a contar de un oso que raptaba doncellas. Laura, que para plantígrados tenía suficiente con el del escudo de su villa, no quiso ni escuchar el final de la
historia.

La gota que rebasó el vaso fue su desafortunada incursión en el mundo mágico andino. El anuncio de la radio la llevó a uno de los hoteluchos cercanos al mercado en busca del Gran Maestro Kallawaya, pero lo que hubo en lugar de una iniciación en los antiguos secretos de ese pueblo altiplánico fue el más descarado y menos mágico de los intentos de meter mano a la gringa. Con los frenos vaciados por efectos del alcohol, el gran maestro se empecinó en desnudarla para pasarle un cuy negro por el cuerpo. Tuvo que salir a relucir el mal genio de Aladino para que el borrachín dejase las manos quietas, pero igual a Laura Cristóbal le quedó la impresión de que los peruanos eran un hato de zoofílicos: las doncellas se enredaban con osos y los hombres se excitaban frotando con unas ratas peludas a sus mujeres. 

Curada de sus inclinaciones antropológicas, de su afán de encontrarse cara a cara con la historia, decidió volver al redil para terminar de conocer el Cusco como una más de la manada de turistas, cámara fotográfica en bandolera y un enjambre de vendedores de chucherías siguiéndola a todas partes. Compró también varios juegos de las postales de Chambi y aprovechaba las pausas del día para volcar en pocas líneas la decepción que se estaba llevando. El encuentro que cambió su suerte tuvo lugar justamente mientras garabateaba una postal--la de la familia jugando al sapo-- en el "Varayoc".Le habían advertido repetidas veces sobre los bricheros, esos cusqueños que viven de engatuzar gringas, y como tal catalogó inmediatamente al tipo--cabello largo, sombrero Túpac Amaru, chaleco de Taquile y camisa de bayeta--que se dirigía a ella desde la mesa del lado. )Española?, insistió el gigolo al no recibir respuesta. ¿Brichero?, decidió cortar ella por lo sano. No creas que me molestaría admitirlo si lo fuera--respondió él de lo más fresco, sentándose a la mesa de ella--pero no, no soy brichero, soy un inca, seguramente uno de los últimos incas. Y yo la tataranieta de Pizarro, mucho gusto, le extendió Laura la mano. No estás tan lejos de la verdad, aceptó él el saludo y pasó a lo de los sueños. Yo te he hecho el amor anoche. Busca en tu memoria. Tú estabas en un sitio elevado--al principio te pareció que era una fortaleza incaica, pero luego resultó ser el torreón de un castillo--y un águila describía círculos encima tuyo. No era águila, era un cóndor, yo era ese cóndor. Te estaba rondando, te estaba amansando para hacerte el amor. Dale con la zoofilia, pensó Laura, suficientemente espantada ya con el solo hecho de que un extraño le leyera la mente. Estaba segura, doblemente segura porque efectivamente acababa de hacer memoria, de que no había hablado con nadie sobre su extraño sueño, menos sobre el estado de excitación--la entrepierna mojadita--en que había despertado. 

La llegada de tus antepasados fue anunciada por un presagio de signo inverso: durante la fiesta del sol un cóndor fue atacado por varios halcones hasta que el mallki, el ave sagrada, se desplomó agonizante en medio de la gran plaza del Cusco. Yo he cobrado revancha, revancha simbólica. De otro modo no hubiera podido acercarme a ti, no en igualdad de condiciones, sino siempre como vencido a vencedor. 

El mate de coca había sido reemplazado por un par de pisco sours. Laura estaba cautiva del encanto, de la magia de avizorar un nuevo mundo: los primeros seres de la creación fueron los munay, vivían en medio del caos, sólo para amarse. Luego fueron creados los llamkaq, pero como todo era trabajo tampoco había felicidad. La tercera edad fue la de los yachay, de los sabios, de los que combinaban amor y trabajo. Tú eres una yachay, fría, puro intelecto. Yo soy un munay, vivo para el amor.

Esa noche Laura durmió inquieta, soñó de nuevo con cóndores que revoloteaban encima de ella sin acabar de decidirse a descender y atacarla. ¿Gonzalo?, se preguntó incrédula al abrir los ojos, recordando al enigmático personaje de la víspera. La había impresionado y la perturbaba, tenía que admitirlo, pero igual decidió no pensar más en él. Atrás había quedado el momento de tender puentes y en sus últimos días en Cusco cualquier acompañante, hasta su fiel Aladino, sólo sería una carga, una verdadera joda. Por eso, ni bien tuvo un par de tostadas y un café en el estómago, partió, siguiendo su primer impulso, a Sacsayhuamán. 

Su humor no podía ser mejor. Trepaba las empinadas callejuelas con soltura, como si toda su vida hubiera vivido entre riscos. Volaba casi o, por lo menos, sentía que volaba, que se liberaba poco a poco de tensiones, depresiones, temores, en general de ataduras. Alzaba la vista al cielo, de un azul profundo, y no encontraba una sola nube. Días así, pensó...--Días así son los propicios para entrar en relación con el ukupacha.

Frenó en seco y buscó a su alrededor: a un lado, sentado al borde del camino, estaba Gonzalo, con el sombrero negro en la mano. Era él quien había hablado y, sonriendo, seguía hablándole. ¿Co, co, cómo...?, trastabilló Laura en las palabras. No te preocupes cómo. Vamos, tenemos muchas cosas para hacer, la apuró.

Dejaron Sacsayhuamán a la izquierda y enfilaron hacia Quenco. El ukupacha, empezó a explicarle Gonzalo, es el mundo de adentro, el mundo interior, donde viven los dioses. El kaypacha es el mundo exterior, el de encima, el actual, donde habitamos los humanos.  El hanaqpacha es el mundo superior, de promisión y abundancia, al que se llega, tras penoso viaje, una vez muertos. En esta cueva, Illapata--habían llegado en efecto a una cueva--entraremos en relación con el kaypacha. Gonzalo sacó un envoltorio de la bolsa que tenía colgada al hombro y, como aclaró, empezó a hacer un despacho. Laura contenía la respiración para no perderse detalle, preguntaba por cada cosa, por cada semillita, cada lanita, cada hoja que Gonzalo, susurrando extraños conjuros en quechua, cogía en sus manos.

No puedo andar pregonando que soy un inca, le explicó una vez acabado el despacho, mientras se dirigían, en un volkswagen destartalado surgido de la nada, a la laguna de Huacarpay, treinta kilómetros al sur de la ciudad, pero eso sí, puedo proclamar que soy salq'a, brujo. Mi maestro fue el altomisayoq Benito Kana, de Huasao, el único que conversaba no sólo con el Pitusiray y el Huanacaure, sino con el mismísimo apu Ausangate. Don Benito me eligió, me dejó su mesa.

La historia, un poco confusa pero excitante, perturbadora, continuó a orillas de la laguna, entre las totoras, donde, tras enterrar el despacho para entrar en relación con el ukupacha, el mundo subterráneo, empezaron a besarse, a revolcarse, a enredarse en las prendas de las que querían deshacerse, Laura, olvidadas las suspicacias, diciendo ahora comprendo por qué dices que eres munay y él acariciando sus senos, Laura jugueteando con esa rebelde caballera negra, delineando esos rasgos angulosos, y él hablando, con su voz inquietante como el ulular del viento, de la fiesta de la nieve, de los pabluchas que ascienden a la cumbre del nevado y luego traen el hielo hasta el Corpus del Cusco para ordenarse sacerdotes andinos en las narices de los curas, en la catedral misma, Laura gimiendo de placer, diciendo quiero ser una munay y él incrédulo de tener a mujer tan provocativa y bella en sus brazos, Laura emocionada hasta las lágrimas de haber encontrado un inca y él pensando maldición mi imperio por ella...

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