GOWANUS Spring 2002
 

Desmodus Rufus

Por Viviana O’Connell

 

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Y dijo Dios: "Hagamos al ser humano a nuestra imagen,
Como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar
Y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas
Terrestres y en todas las sierpes que serpean por la tierra."
Creo pues Dios al ser humano a imagen suya.
A imagen de Dios le creo.
Macho y Hembra los creo. -Génesis, primer relato de la creación

Los árboles se veían irregulares y plateados en la copa con los troncos opacos, finos y rugosos. Se alineaban en paralelo a pocos centímetros del cordón de la vereda. Las hojas planas de bordes difusos en los que el verde tornaba al amarillo opaco y a veces marrón.

-¿Para qué los necesitan?- pregunté casi inocente.

-Los necesitamos y punto- dijo Alasia. Y como sus explicaciones vienen cuando no se las llama, me callé y observé.

Alasia y Gracia tomaban las hojas entre el índice y el meñique en una especie de ceremonia de orígenes inciertos. Se me ocurrió que la escena hubiera correspondido en forma perfecta a un mal sueño en algún film de bajo presupuesto. Era tan irreal que me costaba creer lo que percibían mis sentidos.

Ambas suelen leer historias místicas, son imaginativas, pero rara vez ponen en práctica las maquinaciones de sus cerebros. A veces me sorprenden, pero cada vez menos. Estoy acostumbrada a ellas.

Nuestro grupo es muy heterogéneo. La amistad comenzó al encontrarnos en forma continua en cuanto curso de mitología, metafísica, ocultismo, brujería, espiritismo y toda cosa fuera de lo cotidiano que pudiera cruzarse en nuestro camino.

Al principio intercambiábamos saludos, luego charlas cortas y finalmente casi sin darnos cuenta comenzaron las tardes de viernes.

La elección del día viernes no fue casual, el día de la diosa Afrodita o Venus, que se pasó la vida enrollando relaciones amorosas, y enloqueciendo a su marido el cojo Hefesto o Vulcano consumiéndolo en el fuego que le pertenece. La que no pudo parir a otro que a Eros o Cupido -según prefieran los nombres griegos o romanos- para que la ayudara en su singular tarea. Lo causal es que bajo el influjo de la diosa de la sensualidad comenzamos a reunirnos.

Elegir la hora no fue fácil y dio lugar a llamadas telefónicas de una a otra por semanas. Cualquier iniciado sabe que el tiempo que transcurre en los relojes es una ilusión. El sentido real del tiempo no puede ser medido por ellos, ya que cada criatura tiene su medida propia. Después de coincidir en que el reloj no mide nada, consideramos que a los fines prácticos y para organizar nuestras citas era conveniente usarlo. Decidimos que el crepúsculo era el mejor momento. Cuando Helios se recoje sobre la tierra y nacen las sombras. No hay que olvidar que de noche, cuando se cierra la vía entre Yesôd y Maljût las ensoñaciones pasan a primer plano y
al tiempo se le da por hacer cosas extrañas.

Concertamos, después de superados todos los inconvenientes horarios y discusiones, que la cita de los viernes era a las siete y treinta. Al principio frecuentábamos bares del centro, pero a causa de las permanentes interrupciones de los mozos y gente que reconocía a la pitonisa decidimos buscar un lugar más adecuado. Una de las nuestras había alcanzado algo de fama local como astróloga y adivina, por un pequeño espacio de quince minutos en un programa de televisión, y desde entonces la llamábamos la Pitonisa.

A causa de la llegada de unos libros que hacía tiempo habíamos encargado a Estados Unidos, fuimos su casa. En cuanto la vimos, nos dimos cuenta de que era perfecta para nosotras. Era una de esas viejas quintas -resabios del siglo XIX- que aun se ven en el barrio de La Florida, a cien metros del río Paraná, que podía avistarse corriendo por entre los árboles con sus aguas marrones. Los árboles eran tantos y tan antiguos o más que la casa. Algunos eran tan gruesos que rodeando entre cuatro sus troncos no lográbamos abrazarlos. La casa de dos plantas era de estilo francés, como la mayor parte de las casas de la época. Con una galería que miraba hacia el río marrón, un poco más allá, apenas cruzando la calle. En invierno mirábamos el jardín desde los ventanales de la sala este, la de la chimenea de mármol, nuestra preferida.

En este ambiente tan cuidadosamente elegido y a la hora precisa nos reuníamos, contábamos cuentos misteriosos, hacíamos horóscopos y cartas natales, leíamos algún manuscrito antiguo; la mayoría de las veces de una falsedad tan evidente que no lográbamos entrar en clima.

Las reuniones se pusieron más interesantes cuando se sumó Aglae. Nunca le pregunté la edad pero a veces parecía que hacía tiempo que había pasado los sesenta, otras la hubiera ubicado en los cuarenta. Su experiencia en espiritismo y brujería nos conmocionó justo cuando las reuniones se habían convertido en una cita monótona que estaba dejando de darnos placer. Desde un principio logró excitar aún más nuestra inclinación natural hacia el 
esoterismo. No recuerdo quien la trajo a las reuniones o si sólo apareció.

Los adornos de la casa y las ventanas se movían sin ningún truco que los sustentara en las sesiones en que estaba Aglae. Su fuerte personalidad se extendía como un manto por sobre todas nosotras, tan débiles y excitables. Sobre todo en los días de lluvia, las tormentas parecían pertenecerle. Y la verdad es que nadie hubiera dado nada por ella. Pelo marrón, ojos marrones hasta la piel era de un marrón más claro. Parecía una náyade escupida desde el río Paraná, único testigo junto a la casa y el jardín de nuestros
encuentros.

Y ahora Alasia y Gracia juntando plantas raras. Porque los árboles eran de lo más raros. Una especie de mirsináceas que nada tienen que hacer en nuestro clima. A lo extraño de los árboles había que sumarle la ceremonia casi ridícula.

En ese momento, mientras las miraba con mi cara ausente de malicia o similares, recordé el episodio de la semana anterior. Una mañana de sábado de verano de esas en las que una maldice la ciudad, el tránsito y la gente pululando en los negocios del centro comercial; decidí hacerle una visita a Alasia que vivía por la zona. Se turbó un poco al abrir la puerta y encontrarme, pero pronto me dejó pasar sin más ceremonia. Lo que me sorprendió fue ver a Gracia en un día y hora tan desusados. Pero si yo había decidido una visita inesperada en un día cualquiera, por qué no Gracia. En el living fumando un cigarrillo negro había un hombre, un cuarentón de espaldas fuertes y mentón duro -que me resultó bastante estúpido-. Se la pasó toda la visita hablando apasionadamente de su vida personal y de lo maravilloso que era. Me fui pensando en que no las hubiera imaginado eligiendo a alguien tan mediocre como compañero.

Pero esa no fue la primera vez. La primera vez las vi desde el auto, sentadas en un bar con un hombre similar al que vería un mes después en el departamento de Alasia. Al principio pensé que me había confundido, pero la segunda vez me confirmó la primera. ¿Qué podían hacer dos mujeres inteligentes, creativas y cultas con esos personajes? ¿Sería alguna trampa de la diosa Afrodita de los viernes?

No aguante más y pregunté con algo de vergüenza -¿Para qué son las hojas?

-Para la poción.- contestó Gracia con fastidio -Y olvidate de lo que veas y escuches. ¿Estamos?

No me quedó más remedio que observar a la distancia. ¿Lo de los cuarentones tendría que ver con alguna preferencia sexual? ¿Los compartirían en algún juego de intercambio? Borré la idea de mi cabeza rápidamente. A pesar de ser ambas tan especiales sus inclinaciones no pasaban por ese lado.

Tomaron un paño blanco y envolvieron las hojas con él. Miraron a ambos lados de la calle. Recién ahí me percate de que nadie había pasado por el lugar en todo el tiempo que duró el ritual, a pesar de ser una calle bastante concurrida habitualmente. El tiempo parecía suspendido.

-Vamos-. Dijeron, y me puse en marcha sin hacer preguntas.

Unos días más tarde estaba matando el aburrimiento mirando televisión cuando pasaron el aviso. Pedían a la comunidad que informara a ciertos teléfonos si sabía algo acerca del paradero de un hombre llamado Oscar Torres. A pesar de haberlo visto sólo una vez estaba segura de que se trataba del mismo hombre que estaba en casa de Alasia. Hasta la fecha de la desaparición coincidía con el día en que yo lo había visto, y de eso estaba segura. Esa misma mañana había comprado el regalo de cumpleaños de mi madre que festejaríamos por la noche. A pesar de las coincidencias, callé.

El viernes fui a la reunión con más expectativas que nunca. Con los sentidos alerta observaba cuidadosamente a mis amigas. De no haber estado tan atenta no hubiera reparado en algunos detalles.

La reunión comenzó como siempre, café de por medio, con charlas intrascendentes. Aglae parecía una anciana cargada de achaques. Pensé que moriría pronto al ver su caminar lento. Quizá ese era el motivo de su afán por el espiritismo, querría estar segura de lo que la esperaba una vez traspasado el umbral. Había traído un raro libro de brujería de páginas amarillas y ajadas por el uso y la vejez. Nos leyó una hoja. En ese momento comencé a percibir lo que estaba sucediendo. El tiempo se desdoblaba y la mitad de nosotras quedábamos con una Aglae que parecía real mientras hablaba llenando el espacio con palabras sin significado, mientras que la
otra mitad se retiraba a otro plano. No sé si decir plano, frontera,
dimensión. No sé como llamarlo. Sentía los músculos adormecidos y no captaba el sentido de las palabras. O ése era el sentido, el no sentido. Tenía la certeza de que la acción se desarrollaba en otra parte. Bloqueé mis oídos y forcé mis músculos. Con toda seguridad nadie se daría cuenta de mis movimientos. Una mitad por el encantamiento de las palabras y la otra por no estar presente. Traspuse las puertas ventanas y la brisa del río me rozó la cara.
Entonces las vi.

No ya las hembrúnculas que habían dejado en su lugar sino a ellas. Aglae bebía de una copa labrada y una luminosidad difusa se apoderaba de su cuerpo. El cuarentón desaparecido estaba sentado al pie de un árbol, parecía inconsciente. Luego no lo vi más. Las demás la rodeaban en un apretado círculo. Un canto monótono se elevaba del grupo. Algo en Aglae se transformaba. El cuerpo maltrecho se enderezaba y el cabello se armaba en ondas suaves que no hubiera logrado la mejor peluquería. La ceremonia terminaba y el círculo comenzaba a deshacerse. Apenas logré volver a tiempo para que no me descubrieran.

Alasia me miró y sonrió, acaso me había visto. Qué relación podía
existir entre las hojas recogidas, el cuarentón y la ceremonia de hoy. Decidí continuar con el juego hasta obtener más datos. Aglae pasó a mi lado con paso ágil de felino. La piel se veía más tersa y parecía tener menos arrugas.

Las cosas continuaron casi normales las siguientes dos semanas. Pronto me convocaron a una nueva cosecha. ¿Estarían comenzando a incluirme en sus ceremonias secretas? Como siempre se negaron a darme explicaciones. Cuando escuché en el noticiero de la nueva desaparición me preocupé seriamente. Era cómplice de homicidio involuntariamente. Sin embargo mi curiosidad y mi necesidad de ser aceptada por el grupo fueron más fuertes que la cautela.

Ese viernes la reunión implicaba disfrazarnos. Queríamos crear una atmósfera mágica compatible con el ritual a desarrollar. Las máscaras medievales nos ocultaban los rostros. El carnaval de Venecia había sido transplantado a este rincón de América, en lugar de un canal teníamos el río marrón. Las máscaras nos liberaban como han liberado a los venecianos por siglos.

Aglae se acercó. Sería una ilusión mía o su cuello estaba realmente libre de arrugas. Bajo la máscara podía adivinar el rostro liso. Me acarició el cabello y susurró a mi oído:

-Es hora de que te sumes a nuestro grupo, nos falta una para que sea perfecto.

Fui iniciada entre risas y jolgorio. Las máscaras llenas de colores y los vestidos cargados de adornos se distinguían entre los árboles. El río marrón y la nebulosa noche otoñal eran el marco perfecto para la ceremonia.

Ahora somos nueve, lo que constituye el número perfecto para la práctica. La policía está absolutamente desconcertada con las desapariciones. Como somos muy cuidadosas ahora nos movemos por todo el país cuando vamos de cacería. No volvemos a los mismos lugares. Hemos perfeccionado la técnica, las más jóvenes y agraciadas los atraen y las otras los atrapan. Ya sabemos cuales son las presas más fáciles. No nos importa que sean casados. ¿Qué mujer puede lamentar la pérdida de un ser tan voluble? Sólo elegimos a los que se lo merecen por mérito propio, las venganzas personales están descartadas.

De todos modos modos me temo que pronto tendremos que abandonar nuestro refugio junto al río marrón. Nuestros vecinos y amigos han comenzado a hacer preguntas. Por más cremas milagrosas y cirugías plásticas que nos inventemos, el permanecer quince años sin envejecer está dando que hablar. Estuvimos pensando que lo más adecuado para desaparecer puede ser un
naufragio. A nadie le va a sorprender que decidamos navegar por el río que tanto nos atrae.

Creo que nuestro próximo destino será Italia, y por qué no Venecia. Si bien la gente es curiosa en todas partes, tengo la ilusión de que la cacería será más fácil con tantos turistas dando vueltas.

Nos embarcamos en un velero de nombre "Desmodus Rufus" , por supuesto no fue casualidad. Para nosotras los símbolos son importantes. El capitán se pasea por la cubierta es muy amable y joven. También nos acompañan dos marineros de fuertes brazos con músculos marcados. Uno lleva un tatuaje en la espalda que simula un dragón, otro tiene una sirena rodeando su brazo derecho. No se por qué pero me gustan los motivos que eligieron para decorarse. Creo que podremos terminar el viaje sin sufrir privaciones.

( Viviana O'Connell es miembro de varios circulos literarios en La ciudad de Rosario, incluyendo la sociedad irlandesa/argentina de esa ciudad y el grupo Quinqué. O'Connell haganado varios premios literarios, incluyendo uno de la Universidad Nacional de Rosario por su novela policial Un Hombre Honorable. Fue tambien finalista del premio "Semana Negra" 1999, que se realiza en Gijon, Espana, todos los años. O'Connell edita tambien, The Shamrock desde 1998.)
 


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